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La historia de Mayta


Image “Los hijos de los cojos, nacen cojos”, escuchó  Gina Mayta cuando tenía 18 años. Ella siguió caminando, apoyada de unas muletas. Arrastraba una pierna y pensaba que nunca se casaría, que nunca tendría un hijo. Eso fue hace 13 años, ahora está en su sala llorando. Pero no está sola. El cruel vaticinio, felizmente, no se cumplió. Pide disculpas por sus lágrimas que mojan el descolorido mantel. “La gente no se informa”, dice al ver a su hijo correr por toda la casa mientras su esposo sigue en lo suyo en el cuarto.
 
En el “Cerro Cachito” no hay posta médica ni agua potable. En vez de vaso de leche hay vaso de avena. En la panadería pocas veces hacen pan y casi nunca, pan cachito. Además, el único comedor popular no es tan popular, porque a veces no viene gente.  Ahí hay dos bancas largas de madera y  un mantel de plástico amarrillo igual al que sirve de techo para guarecerse de la lluvia. Han robado tres veces. Se llevaron el balón de gas, los cubiertos y lo poco que tenían.

La casa de Gina  es de madera y lo que debe ser su sala es un taller de costura. Aquí  cose trapeadores, toallas, manteles, y también cose el recuerdo de  una pregunta que siempre se hace: “¿Por qué a mí?...”

¿Por qué cuando era niña sufrí de polio? ¿Por qué cuando a los 8 años me caí de un árbol y se me dobló la pierna hacia adelante? ¿Por qué me rompí la columna cuando viajaba en el toldo  de un camión, años después? ¿Por qué mi hermana mayor me dejó sola en la clínica San Juan de Dios, para irse a al selva persiguiendo un amor?...

En la clínica veía a sus amigas con sus familias que llegaban con las manos llenas de golosinas. “Llegué a odiar a mis padres”,  dice ahora en tono arrepentido.  Se dio cuenta que no podían ir a visitarla porque tenían que cuidar a sus 11 hermanos y no tenían dinero.

Cuando hace frío su pie “parece como si estuviera en una refrigeradora”, dice Gina caminado hacia el  comedor popular y extraña al esposo. Él trabaja en una carpintería en Chorrillos, al otro extremo de Lima. Por la distancia, solo viene unos días a la semana. En la clínica le enseñaron cómo caminar, cómo bailar, hasta cómo caerse, pero lo que ella aprendió sola fue a levantarse.

Así conoció el amor. Él estaba empujando una silla de ruedas de su hermana. Las muletas nunca estorbaron ir por la vida cogidos de la mano.

A pesar que de esos años conviviendo con la soledad, de la clínica guarda recuerdos gratos y dos episodios que la marcaron: “Las teletones para nosotros eran como la fiesta de cumpleaños, me regalaron mi operación. Y está también la familia que me llevó a su casa y me trató como a una hija. A ellos no les gustaría que dijera de quiénes se trata”, detalla.


Por Miguel Augusto Garrido Valdiviezo

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